El coche, un Opel Meriva de color blanco, ha salido de una de las calles de San José, un barrio periférico de casitas bajas y edificios de cuatro plantas. Al sur de este barrio se extiende una gran llanura de campos de cebada y girasoles, a ratos interrumpida por la autopista que tiende sus ramales en dirección a la costa, que es hacia donde toma, a prudente velocidad, este coche que ha salido del barrio periférico de San José. Dentro, en el asiento delantero, de acompañante, viaja Encarna, una mujer de algo más de cuarenta años, que cerró los ojos y echó la cabeza contra el cristal de su ventanilla apenas el coche alcanzó su velocidad de crucero y que seguramente no los abrirá hasta que el vehículo vuelva a aminorar la marcha para salir de esta vía principal y tome por otra secundaria. Su marido, Fernando, empleado de banca, conduce el automóvil. Permanece en silencio, pensando en sus cosas y en asientos contables mientras el coche va tragando asfalto a velocidad prudente. A Fernando no le gusta mucho distraerse con conversaciones de relleno, de esas que parecen hechas sólo para quebrar el silencio, y no porque tenga un concepto elevado del arte de la conversación, es que, sencillamente, no le gusta despistarse mientras conduce. Por eso no habla con el pasajero que va detrás, al que tampoco le parece necesario hablar por hablar y permanece callado desde que hace algo menos de media hora puso su equipaje en el maletero y se sentó en este coche que va en dirección a la costa. Fernando mira por el retrovisor y ve al hombre erguido, sacudido a ratos por el vaivén de la carretera, manteniendo la verticalidad precariamente, pero con dignidad de patriarca. Las sombras, que le caen sobre los ojos, impiden ver a Fernando si está dormido. Por eso, contra su costumbre de no hablar mientras conduce, ha girado un poco la cabeza (no del todo, porque eso sería una imprudencia impropia de Fernando) y, al comprobar que va despierto, le ha dicho algo. Dicen que hay un salón para juegos, papá, con un buen número de mesas para jugar al dominó y a la brisca, le ha dicho, y ha fijado de nuevo todos sus sentidos, incluso el del oído, a la carretera. Encarna ha salido un momento de su duermevela y ha apuntado que está junto al mar. A un paseo tiene usted el mar, ha dicho con un énfasis atenuado por la modorra, sin abrir los ojos y sin despegar la cabeza del cristal contra el que reposa. El hombre de atrás se ha removido en su asiento, inquieto, y ha mostrado señales de vida por primera vez desde que se subió al coche. Su cara sale un momento de las sombras y Fernando ve a través del retrovisor que sus ojos lucen una mirada lejana y turbia, de esas que parecen no decir nada; que no dicen nada, porque se encuentran en algún otro lugar remoto del que cuesta volver.
Algunos sábados hacen un bingo —dice Fernando con voz jovial—, y una vez al mes traen a un acordeonista local que toca boleros y tangos, y hay un patio enorme, con buganvillas y aparatos de hierro para ejercitar los brazos y las piernas, y un salón con televisión, y gente como tú con la que hacer tertulias de fútbol, o de política. O de poesía, quién sabe.
Ahora Fernando, que ya ha hablado demasiado para lo que acostumbra, calla y centra su atención en la carretera. Su padre ha vuelto a su lugar en la sombra y parece, otra vez, como si no estuviera.
La Residencia Villamar es un complejo de tres edificios en torno a un patio enorme. Es cierto que hay un parterre de buganvillas, y otro de jazmines, y máquinas para ejercitar los músculos enflaquecidos de las extremidades, para combatir la inactividad y mantener despierto los corazones. Hay también una pérgola cubierta de enredaderas que
paseos circulares. Y un número que no calcularemos ahora de auxiliares que empujan las sillas de ruedas por el paseo, o dan de comer a los que no pueden sostener las cucharas, o hacen camas y arreglan las habitaciones mientras los residentes desayunan. A Rosa, que acaba de cumplir veinticinco años y sólo lleva en Villamar desde principios de mes, le han encomendado preparar una habitación para una nueva alta. Cambia las sábanas, le han dicho, recoge las toallas usadas, da una agüita al piso y pon en una bolsa los efectos personales de Braulio para entregárselos a la familia cuando venga a hacerse cargo del cuerpo. Que desaparezca todo rastro de vida anterior antes de que ingrese el nuevo.
Para Rosa, Braulio es su primera despedida. Murió anoche. En la cama. Sin hacer ruido. Si hubiera dormido con alguien, seguramente hubiese notado que roncaba de manera distinta y que el último ronquido dejó escapar la vida en un hilo de aire. Una muerte envidiable, silenciosa, indolora. Solitaria. Rosa se dice, mientras entremete las sábanas entre el colchón y el somier, que esta vez no se va a encariñar con el que quiera que pongan en este cuarto, que mantendrá una distancia profesional y limpia. Le llamará de usted, no le reirá sus gracias de viejo y no querrá saber si sus nietos, como los nietos de Braulio, son rubios y estudian en una universidad prestigiosa de fuera del país gracias a una beca del Ministerio de Educación.
Termina el cuarto de baño. Ahora huele a desinfectante, relucen los apliques metálicos y el espejo brilla inmaculado. Listo para estrenar. Rosa se sienta en la cama recién tendida. Mira la foto de la mesita de noche antes de abrir la bolsa y meterla para siempre y que cualquier vestigio de Braulio desaparezca de la habitación que dentro de un rato ocupará otro residente. Pero Rosa, veinticinco años, con la garganta áspera y una lágrima seca, de esas que arañan los párpados y el alma por dentro, sabe que aún le costará mucho olvidar a Braulio, su primer muerto.
El Opel Meriva blanco sale por el ramal de la costa. Ahora es una extensión enorme de campos cubiertos de plásticos, como un mar que refulge al sol y previo al mar auténtico que ya se intuye a lo lejos. Hay casitas salpicadas, con piscinas y porches majestuosos. Encarna abre los ojos y pregunta que dónde estamos. Fernando señala con la cabeza. Un camino flanqueado de cipreses se extiende a un lado de la carretera, tomará el siguiente cruce y se incorporará a ese camino de tierra que, después de medio quilómetro, se abre frente al edificio principal de la Residencia Villamar. Encarna se alisa la falda, abre el parasol y se mira en el espejo, se arregla el pelo con las manos, bosteza, se pone las gafas ahumadas, mira a su marido, que permanece atento al último giro antes de enfilar el camino de tierra, y le toma la mano que acaba de poner sobre la palanca de cambios. Algo fluye entre ambas manos. Una corriente de aire gélido, de sangre petrificada y fría. A Fernando se le escurre una lágrima que muere en su boca callada. Encarna se arregla el cuello de la camisa. Suspira.
Rosa era camarera de hotel antes de venirse a cuidar viejecitos. Ha visto a gente llegar y volver a sus lugares de origen, gente de paso que dejaba buenas propinas y que tenía un tufo indiscutible a lejanía y a tránsito. Morirse es lo mismo que seguir viaje, piensa Rosa mientras deposita la bolsa con los objetos personales de Braulio en una bandeja de la recepción.
Algunos compañeros de Rosa suben a la azotea a fumar. Rosa fuma poco, una cajetilla a la semana, y puede aguantar la jornada laboral sin encenderse un pitillo, pero hoy le apetece subirse a la azotea, no sabe si a contaminarse el aire de los pulmones con
un cigarro o a dejar que la amplitud del cielo se los insufle de aire limpio con olor a mar. Desde arriba, apoyada en el pretil, con el cigarro apagado entre los labios, observa la lejanía, las casas veraniegas salpicadas, un huerto con árboles cargados de un fruto que Rosa no identifica en la distancia y al final, tras unos edificios de doce plantas, un cielo azul, limpísimo, contra el que se refleja un mar que Rosa intuye, porque desde Villamar el mar es sólo una premonición, una falsa verdad que oculta el paisaje.
Mira al patio. Es domingo. Algunos niños juegan en los aparatos de gimnasia, ejercitan sus brazos, sus piernas, sus risas, mientras la pérgola acoge a las familias que empujan las sillas de sus familiares. Hay dos docenas de coches en el solar que hace de parquin. El último en llegar ha sido un Opel Meriva de color blanco del que baja una pareja. Él luce un traje negro y ella gafas de sol.
A Fernando, aunque no lo dice, siempre le pareció que Villamar era un lugar triste. Desde que el asistente social lo llamó para decirle que tenían una plaza subvencionada para su padre y él aceptó, porque estaba a cinco quilómetros del Mediterráneo y su padre siempre había querido regresar al mar. Ahora, mientras sube las escaleras hasta la recepción, con Encarna pegada a su mano, se pregunta desde qué punto de la residencia se ve el mar, si es que se ve desde algún sitio.
Encarna se suelta, se adelanta, y habla con la mujer de la recepción. La mujer sale del mostrador, le da la mano y le indica la bolsa con los objetos personales de Braulio. Y los invita a entrar a una sala aledaña para explicarles los pormenores sobre el traslado del cuerpo, que la funeraria ya está al tanto de todo, que el coche llegará en menos de una hora, que la gerencia de la Residencia Villamar les pondrá una corona de lirios y crisantemos sobre base de verdes ornamentales y que Braulio era un hombre educado y jovial, que fue feliz mientras estuvo con nosotros y que sentimos muchísimo su pérdida. Cuando salen se cruzan con Rosa. Se miran. No se conocen. Rosa ve la bolsa con las cosas de Braulio en la mano de Encarna. Cada cual sigue su camino y Rosa se vuelve para verlos salir de Villamar.
A Rosa le hubiera gustado acercarse a ellos. Darles el pésame. Afligirse vivamente con la muerte de su ser querido. Decirles que tienen dos hijos hermosísimos y rubios y que ojalá tengan éxito en sus carreras. Pero Rosa ya ha decidido olvidarse de Braulio, que una vez le habló del Mediterráneo, que le sonrió desde su tristeza y que le preguntó si ella sabría hacia dónde mirar para ver el mar.