Cierro los ojos esta noche,
cuando el sol se oculta en las montañas
y mi mente se almidona,
poco a poco, de silencio.
Entre tantos desvaídos pensamientos
te hallo a ti, veteada entre mis sueños,
donde siempre,
sentada en tu vieja silla de madera,
o atizando, en el frío de la calleja,
las ascuas humeantes del brasero
con el que nos calentabas
los largos días de invierno.
Eras, abuela, un roble,
cubierto de musgo y de memoria,
cuajado de ramas y retoños,
un árbol casi centenario
pleno de savia y de entereza,
fruncido de horas sin medida,
dando vigor a un mundo que era
estrecho, desgastado y pobre.
Tú fuiste el pan, el agua y la sustancia,
con tu dulce sonrisa desdentada
detrás de tus gafas de pasta amarillenta,
con voz de mirlo y ojos de Minerva,
silenciosa y menuda tras el postigo.
Eras el tiempo enlutado
en los bancos carcomidos de la iglesia,
pequeña e imperturbable,
callada y taciturna,
mirando, bondadosa y paciente,
nuestros rostros ingenuos
y nuestros pasos febriles,
llenando de amor y pan negro
armarios, estantes y alacenas.
Eras luz, plena y omnímoda,
cosida a tu moño ceniciento,
presente, con prudencia,
como una estatua silente,
en todas las estancias de la casa.
Te miraba con mis ojos rutilantes,
y me parecías, entonces,
ingrávida y celeste.
Ahora sé que eras eterna,
como el halo de un cometa
y como el mundo que habitabas
en el centro exacto de mi alma
y de todo el universo.
Tus gestos eran besos,
metafóricos y breves,
serenos y fugaces,
pero dulces,
como el pan dormido que nos dabas
de merienda por las tardes.
Y ahí sigues, perpetua y encorvada,
llenando mis pupilas de ternura
y de cariño,
colmándome de versos y recuerdos.
Porque eras el pañuelo engurruñido
en tu amplio mandil desangelado,
con el que enjugabas las penas
y los mocos de los más pequeños.
Siento aún los sarmientos de tus manos,
transparentes y serenos,
sembradores sin cosecha en este mundo,
con los que dabas a los menesterosos
harina y consuelo
en los tiempos de miseria
y sinsabores,
sin quejas, sin ruido,
sonriendo apenas,
pensando, quizá, que la vida
era solo el transcurso inevitable
de los años
y el desvelo resignado de tus pasos
y de tus padresnuestros.
Recuerdo tus pupilas refulgentes,
oteando de reojo el camposanto,
mientras suspirabas por aquellos
que ya se fueron,
muchos de improviso,
sin razones,
como cirios consumidos.
Allí ahora están tus huesos,
y tu nombre,
junto a los suyos,
esculpidos en un negro y frío mármol,
eterno y taciturno,
soportando el ritmo sobrio y redundante
de las horas
y el tañido monocorde
de las tristes campanadas
de tu pueblo tan querido
y de tu iglesia tan inmensa.