Seudónimo: Lahiri
Tus pasos pausados por el salón, tu sonrisa traviesa, la boca ríe y rompe el tiempo que nos separa; una caricia en mitad de la noche (o es el día), las manos que se buscan, los besos en la oscuridad. El sol ilumina tu pelo, tu mirada profunda, a veces perdida en el tiempo, en el mundo que habitas. ¿Dónde vives ahora? ¿En qué año estás? ¿Me reconoces? Nos hemos acostumbrado a vivir en mundos diferentes, en el mismo apartamento que compartimos desde hace más de cincuenta años. Alejados por un tiempo que inventa tu mente y al que yo no estoy invitado.
Te he preparado el desayuno y me has hablado de Martita. La has llamado así, Martita, como cuando era pequeña, como cuando le hacías coletas al levantarse. Me has contado que en el colegio ha escrito una redacción y que la profesora la ha felicitado. Y he visto tu cara de alegría, de orgullo, igual que cuando ella te contó la historia hace treinta años.
Te levantas y dices: “Tengo que ir a la caja”. Nuestra pequeña caja de zapatos forrada con papel rojo satinado. Caminas con un recuerdo que guardar en ella. Es una fotografía de nuestra boda. Yo estoy con cara asustada, y tú, como siempre, radiante, plena, alegre, feliz. Seguramente has recordado algo que pasó en ese día: el banquete, o a tu tía Carmen bailando borracha “la yenka”, o a mi padre emocionado porque le contamos que estabas embarazada. Acudes rauda a la caja de los olvidos y miras los objetos que una vez dejaste allí para el recuerdo. Te olvidas de la foto e intentas dar un momento a lo inanimado, pero no lo consigues. Una postal de París que ya no tiene memoria. Una entrada de teatro que no significa nada. Una foto de nuestros hijos a los que te cuesta reconocer. Una mirada mía de la que te asustas.
Recuerdo el día que volvimos del hospital. El diagnóstico había sido demoledor: Alzhéimer precoz. No lloraste. Siempre tan valiente. Te escondiste en tu cuarto. Al día siguiente nada había cambiado. Volviste al trabajo como si el mundo fuera el mismo para ti. Hablamos: “Estoy bien”, me dijiste, aunque no te creí. Esa misma noche volviste con la caja. Una caja grande de cartón, una caja de nuestra hija decorada con dibujos infantiles. “Voy a llenarla de recuerdos”, comentaste antes de cenar. “Recuerdos del pasado y también de ahora. Cuando quiera recordar, volverá a la caja de los olvidos. Así podré recordar siempre lo que vaya olvidando”.
Y lo hiciste. Cada día volvías a la caja de los olvidos a entregar recuerdos. Al principio, fotos de nuestros hijos, fotos nuestras, de tus padres a los que empezaste a abandonar en el recuerdo hace años. La caja de los olvidos empezó a llenarse de nuestra vida pasada, de nuestras memorias, de la felicidad que vivimos. No había sitio para el sufrimiento, para los malos recuerdos. Día tras día tras día, la caja de los olvidos se llenaba de recuerdos. Y cada vez te costaba más recordar al llegar a la caja. Los recuerdos, que ayer eran memorias, se convertían en olvidos. Te esforzabas por saber quién había en las fotos de nuestra boda, invitados que fueron tan importantes para nosotros en aquellos días y que ahora vivían en un pasado borrado. Eliminabas sus caras, sus voces, sus vidas, como un disolvente del alma que emborronaba el pasado. A veces una cara te llevaba a los años ochenta, a una fiesta o una canción. Otras veces te frustraba no reconocerte en las fotos. “¿Soy yo?”, preguntabas, “¿Esa soy yo?”, decías.
Yo, que vivía contigo, sobrevivía a los recuerdos recientes. Cada día me besabas. Me recordabas como tu marido. Hablabas conmigo como si el tiempo no hubiera pasado, como si fuéramos jóvenes, como si acabáramos de casarnos. Era increíble cómo lo pasado hace más de cuarenta años estaba tan presente en tu memoria: te costaba recordar lo que hiciste diez minutos antes.
Como cada mañana, acudiste a la caja de los olvidos. Como una niña pequeña ibas pasando foto tras foto, recuerdo tras recuerdo, sin recordar nada. Ya no llorabas, ni te frustraba no reconocer nada de lo que había allí. La enfermedad había hecho que olvidaras que estabas mal. Yo te acompañé, como cada día. Me enseñaste unas fotos de la boda de mi prima Carmen y fui yo quien no supo reconocer a los protagonistas. No le di importancia, pensé que estaba cansado. Al día siguiente no reconocí algunos de los invitados a nuestra boda. Reconocía sus caras, quizás, pero no sabía quiénes eran. Yo también empecé a olvidar. Cada día me costaba más recordar qué había hecho el día de antes. Empecé a llevar también mis recuerdos a la caja de los olvidos. Empezamos a depositar nuestro pasado conjunto.
Poco a poco nos fuimos olvidando del mundo. El mundo éramos tú y yo. Dos personas en un piso, náufragos de nuestra propia existencia. Cada día escribía para no olvidarme de ti. No le dije a nadie que estábamos así. Nadie supo de nuestros olvidos continuos. No le comenté a nuestros hijos. Cada día luchábamos por no olvidarnos. Cada día nos buscábamos en casa y hacíamos el amor. Colgué fotos nuestras, juntos, enamorados, por toda la casa: así, al levantarnos, sabríamos que estábamos unidos. Cada día nos besábamos más, nos mirábamos más para no olvidar. Para recordar nuestros cuerpos, nuestras imperfecciones, nuestros miedos. Tus ojos, mis ojos, tus labios, mis labios, tus manos, mis manos, tu sexo, mi sexo.
No teníamos pasado, y tampoco futuro. Tú me habías olvidado. Ese día llegó. Yo temía que olvidaría pronto. Llamamos a nuestros hijos. Hicimos el amor y nos quedamos esperando allí, desnudos, a que el mundo nos recordara. Te di una pastilla. Yo tomé otra. Los dos nos dormiremos dentro de la caja. Esperando a que el olvido nos convirtiera en recuerdo.