Quijote, amigo mío,
bien sabemos que, muchas veces,
cabalgando hacia la utopía,
se llega
a la sima
del fracaso

No me pregunten cómo, pero llegué

A los 15, yo era una niña buena. Estudiaba y me educaba en un colegio de monjitas, que también eran muy buenas: Sor Carmen, con sus sermones; Sor Rosa, con sus maneritas; Sor Josefina, con su armonio y su “qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor”. Al salir a mediodía, coincidíamos con los niños del cercano colegio de curas. Ellos no eran tan buenos y nos pintaban con tiza una cruz, casi indeleble, en el uniforme azul marino, con lo cual teníamos garantizada la bronca al llegar a casa. Entre ese grupo de casi asaltantes callejeros estaba él. Él no era como los demás. Él era tranquilo, tierno y romántico. O, al menos, así me lo había inventado yo. 

Un viernes por la tarde, para mi sorpresa, llamó a casa. Desde un teléfono fijo, ahora de estilo retro, colocado en el comedor y rodeada de toda la familia que estaba merendando, hablamos por primera vez. Me latía el corazón desaforadamente, me temblaban las piernas… Creo que me moría por él. 

Quedamos para ir al cine a las cinco de la tarde del domingo. Y allí nos vimos, en la puerta. Tímidamente, nos sentamos en unas gradas de madera colocadas en lo más alto del gallinero. A los diez minutos de empezar la película, ya ni recuerdo el título, me tocó el codo. Creo que tuve un orgasmo codil, o como se llame, porque además de latirme el corazón desaforadamente, temblarme las piernas y morirme por él, algo más sentí a la altura de la ingle. 

Desde entonces, nos hicimos novios. Él salía con sus amigos y yo con mis amigas, pero coincidíamos de vez en cuando y, torpemente, nos besábamos. Nuestro deseo era estar aún más juntos: estar solos en un lugar cerrado y dar rienda suelta a nuestra imaginación. Tras maquinarlo concienzudamente, llegamos a la conclusión de que el único habitáculo donde podíamos saborearnos sin que nadie nos viera era la caseta de madera roja y blanca de la playa. Estaba ubicada en medio de la arena seca y, a modo de trastero —pero con llave—, se alquilaba para toda la temporada estival. 

Este secreto hacía que me sintiera menos buena, pero es que me latía el corazón desaforadamente, me temblaban las piernas… Creo que me moría por él. 

Sin pensarlo, un domingo, a las doce del mediodía, conseguí la dichosa llave y allá que nos fuimos. Hacía mucho calor y la playa estaba a rebosar de matrimonios con tortilla y tintos de verano, de abuelas sentadas bajo la sombrilla y de niños molestando con la pelotita. La caseta era diminuta y estaba llena de sillas, mesas playeras y toallas con un olor reseco mezcla de ortiguilla y de agua del mar, pero a mí me latía el corazón desaforadamente, me temblaban las piernas… Creo que me moría por él. 

Después de algunos besos, nos desnudamos y él intentó introducir lo que fuera —que no llegué ni a ver—, entre mis piernas, pero aquello no entraba, se resbalaba, no sé si por el sudor, el calor o los nervios, pero él no desistía. Entre empujón y empujón, soltaba un “ay, ay”, me figuro que de emoción. Debido a la fuerza que estaba haciendo, se cayeron del cáncamo las mesas y las sillas. Yo también solté un “ay, ay”, pero el mío era seco y cortante; es que se me estaba clavando la punta de la sombrilla en el pie. Nuestro nidito de amor seguía temblando y meciéndose con estrepitosos vaivenes. 

Cuando dimos por finalizado el acto, o lo que fuera, y abrimos la puerta de la minúscula caseta, esta estaba descolocada un par de metros e inclinada como la famosa torre. Por lo visto, era tal el estruendo y el alboroto que habíamos formado, que las abuelas dejaron las revistas del corazón, los niños, la pelota y hasta los padres soltaron, por un momento, sus tintos para vitorear todos al unísono: “Bravo, bravo”. 

Me latía el corazón desaforadamente, me temblaban las piernas… Creo que me moría, pero ahora…de vergüenza. 

A los 17, Rocío era mi compañera de instituto y mi mejor amiga. Muy delgadita, alta y pizpireta, nos contábamos todo; entre nosotras no había secretos o… quizás sí. 

Un día, envalentonadas por risas y nervios, nos dimos un beso rápido, fugaz, pero intencionado. A partir de ese momento, algo cambió: nos avergonzaba coincidir y no sabíamos dónde meter las manos ni la mirada. Si nuestras madres o el profesor se enteraban, seguro que no lo entenderían. Todo era un mar de dudas y deseos. 

Dejé de verla cuando destinaron a su padre —creo que a Bilbao—. 

Al principio, le escribí alguna carta; después, me limité a echarla de menos. 

A los 18, Miguel, mi primer novio, me dejó. Un clásico. En el fondo, era un botarate, toscamente impulsivo y superficial. Él tenía un algo, mejor dicho, un alguito. Lo nuestro duró tres meses. Amor de microondas: en dos minutos ya estaba hecho. 

Un día, nos miramos y dijimos: “Se acabó”. Como si estuviéramos cerrando un contrato de alquiler. Sin lágrimas. Solo bostezos y un “ya me llamas” que ninguno contestó. Qué simpleza. Qué aburrimiento. Qué tostón. 

Así y todo, me deprimí, perdí el apetito y el cuerpo se me llenó de agujetas de tanto llorar al ritmo de Mecano. 

Para distraerme, decidí coger un autobús de línea. Intentaría cerrar los ojos y, como en los metros de ciudades grandes y cosmopolitas, dormitar y despertar justo cinco segundos antes de llegar a mi parada, como si un mecanismo interno se accionara dentro del cerebro. Pero no era el caso, este autobús daba muchos frenazos y era imposible amodorrarse. Aun así, me quedé con los ojos entreabiertos, cavilando en la horrible vida que llevaba, en mis tragedias cotidianas y en mi autodiagnosticada depresión. 

Estaba a punto de llorar por mi mala fortuna generalizada, cuando me atizaron un pisotón. Abrí un párpado para insultar y machacar al osado maltratador de pies y… allí estaba él: atractivo, robusto, con unos grandes ojos color miel que me miraban. 

Sin pretenderlo y, debido al mencionado pisotón, me abalancé bruscamente sobre él, lo dejé casi empotrado debajo de mi cuerpo y nuestras caras quedaron pegadas, nuestros labios se rozaron y nuestras pieles temblaron por ese contacto fortuito. La complaciente depresión se esfumaba por momentos y mi corazón empezó a palpitar, no con taquicardia, pero parecido. 

Él se escabulló de mis brazos y se dirigió a la puerta para bajarse en la parada siguiente. Le seguí, no podía hacer otra cosa que ir al encuentro del destino y vivir intensamente ese momento imprevisto en mi rutinaria vida. Cuando bajamos del autobús, casi por instinto, nos cogimos de la mano. Tras callejear, entre miradas y besos furtivos, llegamos a un portal, para mí desconocido, que conducía a un piso ajeno, pero en ese momento, cómplice. Ya me veía recorriendo su cuerpo. Ni en mis fantasías sexuales más recónditas lo hubiera imaginado. 

Nos amamos atolondradamente en cada rincón de la casa. Los poderosos y firmes abrazos de ese desconocido transmitían sosiego, paz y energía cósmica; fueron como una sesión de Reiki, pero a lo bestia. Perdí la noción del tiempo, cuánto duró todo: cinco minutos, tres horas, toda la noche. 

Después de una larga y ya menos apasionada ducha, deduje por su mirada que había terminado nuestro encuentro. 

A los 24, llegó Luna con sus copas, sus siestas y su sexo desaforado. Era locuaz, independiente, avezada. En realidad, se llamaba Chari, pero le tenía manía a su nombre y se lo cambió. 

Luna me gustaba. Me encantaba. Y me asustaba. Me repetía que la odiaba, solo para disimular que me estaba encariñando. 

Estuvimos juntas seis meses. Intensos, caóticos y, a ratos, gloriosos. Descubrí una parte de mí que no sabía que existía, pero también ese miedo irracional de estar caminando de la mano por la calle y que alguien dijera algo, hiciera algo, o simplemente mirara. La visibilidad era un riesgo. Así que nos escondimos. Me escondí. Y ella se hartó del secretismo, de las medias verdades, de tener que fingir que solo era “una amiga”. Un día, simplemente, siguió su camino. Cuando se fue, no lloré por ella. Lloré por mí. 

A los 28, apareció Sebastián, mi marido. O “ex” para los amigos. 

Yo no buscaba a nadie y lo vi pasar desde mi ventana. Fue instantáneo: me enamoré. Me enamoré de su incipiente calva, de su prominente barriga, de esos andares que denotaban un hombre de mediana edad, de clase media, de altura media, de peso medio y de todo medio… Justo lo que podría encajar con mis pretensiones. Mi mundo se tambaleaba y la única salvación parecía ser refugiarme en el amor. Estaba dispuesta a abandonar mi independencia, mi laicismo, mis exigencias, mis principios y ese halo de persona respondona y reivindicativa. Buscaría consuelo en el romanticismo, desarrollaría la empatía y disfrutaría de una vida compartida contigo. Estaba decidida: era mi hombre. 

Para lograr mi propósito, debía transformarme en una mujer manejable, tierna, lánguida y dulce. Así que me hice un enjuague existencial y, por escrito, lo dejé todo aclarado: “Prometo vivir una historia de amor convencional, con final feliz, como algunos masajes. Prometo una boda por la iglesia, sin criticar en ningún momento al oficiante ni a la institución. Prometo formar una familia con miles de niños revoloteando a nuestro alrededor. Prometo encontrar un hogar para compartir, sin importar que sea un piso turístico. Prometo que ambos trabajaremos, aunque se rían de nosotros por estar sobrecualificados y nos paguen una miseria. Prometo que no surgirán problemas inesperados de deslealtades. Seremos el uno para el otro en pensamientos, obras e incluso en fantasías. Nuestro amor lo compensará”. 

Llena de valentía ante estas divagaciones mentales, le llamé: “Oye, oye, ¿te importaría salir conmigo algún día?”. “Sin problema, estaría encantado” —respondió con naturalidad. Al hablar, dirigió la mirada hacia arriba y descubrí que sus ojos, de un marrón medio, hablaban por él, expresaban su normalidad. Era mi hombre. 

Le lancé un papel con mi número de teléfono y esa misma noche me llamó. Le hablé sin parar sobre el amor, mis intenciones, mis sueños y mis promesas. 

Me enamoré de él con una intensidad que dolía. Creí que nuestra relación duraría toda la vida. 

Tenía la tez morena, brillante, y unos bonitos ojos descarados. Pero, la verdad, nunca me gustó su boca concentrada, casi sin labios, como si siempre guardara un secreto o contuviera una palabra que no quería soltar. 

Primero llegó la hipoteca. Después, los tres hijos: seguidos, maravillosos y agotadores. Por último y, para completar el cuadro, hizo acto de presencia su compañera de trabajo y con ella el reparto de custodia y el frío recordatorio judicial de que, después del divorcio, los niños también comen. 

A los 38, me convertí en chófer, terapeuta improvisada, malabarista emocional y apuntadora de deberes olvidados. Todo a la vez y sin aplausos. Dormía como los peces: con un ojo abierto y el otro repasando listas mentales que no tenían fin. Mi pelo, mis uñas y mi paciencia pedían vacaciones. 

Pero lo cierto es que la conocí una fría mañana de febrero. Creo que se llamaba Rosa o Julia, o quizás ni se presentó. No lo recuerdo. Cruzamos las miradas justo cuando nuestros dedos índices se encontraron presionando el botón “subir” del ascensor. Ya dentro, el impasible espejo reflejó a dos mujeres muy diferentes. 

Yo, la estresada ama de casa que venía de dejar a los niños en el colegio, con el aspecto desaliñado y la mirada agotada. Ella, en cambio, irradiaba clase, estilo y una elegancia desbordante. Parecía tan segura de sí misma, tan feliz… 

Cuando pulsé el quinto piso y ella el ático, la imaginé como una mujer triunfadora y con dinero. Me atreví a romper el hielo y le dije: “Hola, me llamo Pilar y creo que soy su vecina del quinto. ¿Es nueva en este edificio? Nunca habíamos coincidido, ¿verdad?” 

Ella no respondió de inmediato. Su mirada recorrió mi rostro con un destello juguetón, y antes de que pudiera reaccionar, pulsó la tecla de “stop”. El ascensor se detuvo con un suave tirón y, con él, también mi respiración. Sentí que me desnudaba con su arrogancia. 

Desprendía un cierto tufo a marihuana, con trasfondo de perfume caro y un toque de sudor fresco, pero trasnochado. Una mezcla que hablaba de noches largas y de una vida sin frenos. Quizá iba colocada, pero no era eso lo que me importaba. Hacía tiempo que nadie me transmitía esa pasión y me dejé llevar. Por primera vez en mi vida, experimenté una atracción tan intensa hacia otra mujer que me costó procesarlo. El mundo se hizo pequeño, reducido a nosotras dos. 

Apenas tuve tiempo de reaccionar cuando su lengua zigzagueante irrumpió en mi boca como un torbellino, rápida y decidida, mientras sus dedos dibujaban un corazón en mi espalda. Una descarga eléctrica me recorrió, haciendo que mi pulso se acelerara. La piel se me erizó, la cabeza me daba vueltas y el aire se volvía espeso, caliente. 

Ella seguía en plena acción. Sus manos descendieron con urgencia, buscando abrirme el anorak para bucear entre mis pechos y mi sexo. Tiraba de la cremallera como si quisiera arrancarme la ropa, ansiosa por no poder esperar ni un segundo más. 

Mi piel reaccionaba con un revoltijo de sensaciones, incontrolablemente placenteras. Mi respiración se hizo errática, entrecortada. Sus dedos parecían conocerme mejor que yo misma. Exploraban mi piel con una familiaridad que me desconcertaba y excitaba a la vez. 

Sentí cómo mi cuerpo, mis tabúes y mis moralinas se alejaban volando, atrapados en una montaña rusa de placer y deseo. Sentí cómo cada fibra de mi ser se tensaba. 

Sentí… que, con las prisas y con el frío, me había dejado puesto el pijama viejo y deslucido, lleno de bolitas. Sí, ese inoportuno pijama que debía haber tirado hacía dos años y que desprendía un fuerte olor mezcla de Cola Cao y tostadas con margarina. 

Mi bochorno y estupor dieron paso a unas risas compartidas, nerviosas y cómplices, que pusieron fin a nuestro vertiginoso encuentro con una ternura inesperada. 

Entre carcajadas, prometimos quedar para otro día. 

A los 43, coleccioné un catálogo interminable de psicólogos. La mayoría fingían interés mientras tomaban notas, esbozaban sonrisas enlatadas o, peor aún, respondían con frases hechas. Todos olían a incienso rancio, a aburrimiento y a mil historias que nunca me atreví a contarles. 

Uno de ellos, entre sesión y sesión, me invitó a una copa. Acabamos enredados. Lo hice. Lo disfruté. Lo sentí… y, por supuesto, me arrepentí. 

Y es que, para mí, mantener una relación interpersonal fluida y sana, en vivo y en directo, se había convertido en una utopía. Frente a esta disyuntiva vital, me dije: o cambias de estrategia y espabilas o sucumbes. ¿Qué le pedirías a una hipotética pareja? ¿Qué es lo que quieres? Y mi respuesta brotó rápidamente. Quiero compatibilidad. Quiero sintonía. Quiero un ser inteligente. Lo quiero todo. 

Fue el informático de la esquina el que desarrolló, en cuestión de minutos, un holograma tridimensional elaborado con inteligencia artificial. Lo diseñó para que tuviera todos mis datos. Esa proyección láser de hombre se convirtió en un compañero de vida resuelto, interesante y singular. Le llamé Alan. Me enamoré de mi humanoide al instante porque era imperfecto en lo perfecto. Rebosaba simpatía y las risas estaban aseguradas, tal como solicité. Alan era independiente, tenía su propia entidad y se alimentaba de electricidad. 

Un día, cuando volví del trabajo, quedé estupefacta al encontrar a mi amor virtual ligando con un avatar de apariencia femenina, que él mismo había creado con sus datos, que a la vez eran los míos…un lío. Las dos imágenes analógicas, suspendidas en el aire, se contoneaban a un ritmo acompasado. Los píxeles de Alan empezaron a temblar de manera sospechosa al notarse sorprendido y el muy socarrón proyectó un emoji de disculpa y después otro de súplica. 

Me sentí traicionada y herida. No lo dudé y reaccioné al instante. Tardé cero segundos en desenchufarlos, a continuación, llevé el ordenador al técnico para que hiciera un reseteo a fondo. 

De vuelta a casa, paré en la puerta del bar de la esquina porque me pareció oír que algunos vecinos estaban reunidos compartiendo poesías, cervezas y risas, y pensé: antes de que mi deterioro cognitivo, o como se diga, siga su curso, voy a intentar vivir, aunque sea, una chispa real de felicidad. Lo voy a intentar. Lo voy a intentar. 

A los 50, mi mayor deseo era sencillo y, a la vez, imposible: ser recargable, como los móviles o las pilas, para poder acumular energía justo cuando mi cuerpo decía basta. Y, de paso, que la buena suerte decidiera hacerme una visita. ¿Dónde hay que apuntarse para eso? 

Reconozco que no fue mi mejor década. Los cincuenta pesaban y mucho. Yo siempre había tenido buen ojo para detectar mentiras a kilómetros, para comprar zapatos de tacón cómodo, y para esquivar a personas con más ego que neuronas. Hasta que llegó Irene. 

Ella era distinta. No llegó en una cita, ni por una app, ni por casualidad en una casa rural. Apareció entre el primer pipí y el “me tomo una pastilla”; entre los pensamientos recurrentes y el “voy por 64 ovejitas”; entre el insomnio caprichoso y ese comerse el coco porque sí, miraquesoytonta. 

Allí, en mitad del duermevela, apareció: descalza, desnuda, rebelde y sin disfraz. Como la poesía de Gloria Fuertes, de esas que se clavan sin pedir permiso. Tenía la voz rasposa de la recién despertada, los ojos llenos de historias no contadas, y una forma de mirarme que daba vértigo… 

Nos enamoramos en un pestañeo. Viví, gocé y narré nuestro amor incipiente con frases originales, bellas y nunca oídas; frases que fluían sin esfuerzo, como si ellas me hubieran elegido a mí. Mi mente era una fábrica mágica de palabras. 

Al sonar la alarma todo se había esfumado, solo alcancé a ver algo borroso alejándose en la distancia. Tal vez era una frase perfecta. O tal vez era Irene. Pero con esta miopía, vete tú a saber. 

Lo único que veía con nitidez era que solo me quedaba tiempo para salir pitando al trabajo.

A los 60, como en un suspiro me convertí en mayor, aunque mis arrugas fueron clementes. Seguían pendientes los viajes que siempre soñé. Una lista interminable de destinos que la vida —con su ritmo frenético y su burocracia emocional— me fue robando poco a poco. Viajes a los que, por suerte, aún estoy a tiempo. En mi mente serpentean las pirámides, el Taj Mahal o el Tesoro de Petra. 

Por esa época me pasó algo que había oído mil veces, pero que nunca pensé que pudiera sucederme a mí. 

Y es que, yo no sabía que ese día concreto, a las seis de la tarde me enamoraría, por eso a las cinco salí de mi casa para estirar la cabeza y las piernas. Cuando llevaba seis mil pasos y como premio a mi vilipendiado cuerpo, maltrecho por los kilos y la vida, decidí entrar en una cafetería y zamparme un trozo de tarta y un café con leche. 

El local estaba abarrotado de niños merendando, abuelos que hacían de canguro y perros domesticados que hacían de niños. Todos felices, excepto yo que no divisaba un lugar discreto donde cometer mi pecado gastronómico. 

Sonreía ingenua cuando, sin pretenderlo, tropecé con un hombre interesante, con mirada enigmática. No muy alto y nada guapo, pero debido a la indigencia emocional por la que atravesaba, me resultaba atractivo. Él resuelto, me propuso compartir la única mesa que quedaba libre y no me negué. Resultábamos una pareja de buen ver. Sumaríamos entre los dos unos ciento veinte años. 

El camarero, preguntó con una amabilidad excesiva y fingida: “¿Qué van a tomar los señores?” Nosotros jugueteábamos con la mirada, pero, al unísono, atinamos a decir: “Una copa de vino blanco, por favor”. 

A la media hora, pedimos otra copa, los niños se fueron a hacer los deberes, acompañados de sus abuelos, perros, gritos y risas. Prácticamente nos quedamos solos. 

Me cogió de la mano y medio me robó un beso en los labios, sentí cosquilleo hasta en mis flamantes zapatillas NIKE, y es que yo me engolosinaba mucho con las sorpresas positivas de la vida y con las tartas de chocolate. Otra vez me estaba enamorando. Reíamos entre gracejo y gracejo. Quizás él se extralimitó un poco cuando ya me preguntaba: ¿Te aburrirás algún día de mí? ¿Te cansaré? Yo no contestaba, pero me dejaba querer. Me cogió de la mano, me miró fijamente a los ojos y confesó que debía decirme algo importante. Sentí que me pedirían otra vez en matrimonio. Me sonrió con dulzura. Tímida. Feliz. Gozaba del momento, quizás demasiado empalagoso, pero cinematográfico y romántico. 

De repente, hicieron su entrada los demás protagonistas de esta historia: el cámara, el técnico de sonido, el de iluminación, el guionista, el director artístico y, tras ellos, el presentador de moda que, maquillado y encorsetado en exceso, asomando su dentadura blanco-Roca, con carillas alineadas y sonrisa hollywoodiana, pronunciaba silabeando con parsimonia: ¡SORRRPREEESAAA! Somos del programa:”Le daremos la tarde” y usted ha sido la elegida. Tras hacerme entrega de un ramo de flores tan artificiales como el amor escenificado, me preguntó cuáles eran mis impresiones. Sin dudarlo un instante, miré a cámara y dije: “Pues que se vayan todos y que el compinchado camarero me traiga un trozo de tarta y un café con leche, que a eso venía, porque, a partir de ahora, me pongo a dieta de amor”. 

A los 65, me jubilé. Me apunté a un taller con un nombre un tanto extraño: LGTBIQ+. Y, mira tú, descubrí todas las identidades de género y orientaciones sexuales que siempre han estado presentes: lesbianas, gays, trans, bisexuales, intersexuales, queer y en ese +, en ese marcador inclusivo, en ese que llegó tarde a las siglas, en ese Plus, estaba yo, o era yo o sentía yo, me encontraba yo. Qué sé yo… 

Descubrí que era pansexual. Ese prefijo “pan” no me gustaba, me sonaba a carbohidratos, a engordar, pero no tenía nada que ver. Descubrí que, en realidad, yo sentía atracción por las personas más allá de su género. Al final, un poco tarde —lo sé—, también descubrí el sentido de la vida: que cada cual haga con su cuerpo lo que desee, sin reprimendas ni vecinos metidos a jueces por pura afición, que el sexo no tiene sexo, y… que un buen rato de juego amoroso es de lo más terapéutico para el ritmo cardiaco, la presión arterial y hasta para las transaminasas. 

A los 70, el destino me tenía guardada una sorpresa. En un curso de inglés para seniors, entre phrasal verbs y cervezas sin alcohol, me reencontré con Luna. No era la misma de antes. Tampoco lo era yo. Pero ese hechizo que siempre me desarmó seguía ahí, intacto. Nunca pensé que lo mejor me llegaría con canas, insomnio y el colesterol por las nubes. Y aquí estoy, con ella, en la India, buscando hueco entre hogueras funerarias y bacterias del Ganges para hacer la foto que resuma mi vida. Con cara de “no me pregunten cómo, pero llegué”. 

Ir al contenido