En un país bello de olvido
entre ramajes sin viento y sin memoria
olvidarte de todo y que todo te olvide
Vicente Huidobro

El más piadoso don
tal vez
sea el olvido
Francisco Díaz de Castro

Tabiques de papel

 Las albóndigas están un poco sosas, pero a nuestra edad, ya se sabe, la sal, dicen, es un veneno letal. Encarna y yo, las dos sentadas a la mesa camilla que hay junto a la ventana de la sala baja de su casa con los platos por delante dispuestas a hacer como que comemos. 

—¡Anda y come, Encarna, que se enfría! —le digo, más por hablarle algo que por animarla, hace tiempo que la comida pasó de ser algo deseado a una obligación que afrontamos con desgana. Mete la cuchara en el plato como escudriñando, como quien busca algo inesperado o insólito en el plato. 

—Y esto qué es… 

—Albóndigas en puchero, Encarna, albóndigas… 

—Y tú, ¿quién eres tú? —me vuelve a preguntar por enésima vez esta vieja chocha, me pone de los nervios. 

—Soy Asunción, Chon me has llamado siempre, tu vecina de toda la vida —aunque mejor hubiese sido que no nos hubiésemos conocido nunca. Sí, mejor hubiese sido. 

—Chon, chon, chon… —así repetirá incansable hasta la saciedad, como un viejo disco encasquillado o un loro moribundo. Sé que podría marcharme a mi casa y dejarla aquí con su sonsonete en los labios y el plato de albóndigas en la mesa que no me echaría en falta siquiera, pero entonces sí que no probaría bocado alguno. 

—Chon, chon, chon… —continua con su cantinela, mientras atina a trocear una albóndiga con la cuchara. Su mirada fija en el plato, como si oteara paisajes de otro tiempo, pinceladas de recuerdos inconexos que más bien parecieran gags de una película surrealista. Su piel flácida conforma sobre su rostro cárcavas que el tiempo y el sufrimiento han ido trenzando con parsimoniosa serenidad. Bajo sus ojos sendas bolsas de cansancio y dolor, embalses de lágrimas que un día sus ojos se olvidaron de llorar. 

—Y tú, ¿cómo has entrado en mi casa?, ¿qué haces aquí?, ¿quién eres? 

—Soy Chon. 

—Chon, chon, chon… 

—¡Anda y come que se hace tarde! 

Me levanto y me marcho. Cierro la puerta con llave e intento olvidarme de ella al menos hasta la noche. Al pasar por la ventana veo que permanece inmóvil ante el plato. ¡Maldita la hora en que me eché esta condena! Antes comía sola en casa, aunque de lo que guisaba siempre le apartaba un poco a Encarna, se lo llevaba en una fiambrera a su casa, pero había ocasiones en que ni lo probaba. Luego cuando la memoria comenzó a fallarle el olvido del hábito de comer se hizo crónico, así que decidí acompañarla y comer juntas, aunque la cosa ha mejorado bien poco, una por la otra apenas comemos. 

Para esta noche he preparado croquetas caseras, la verdad es que desde que me jubilé tengo tiempo para estas cosas. Las coloco sobre el plato, las cubro con papel de aluminio y me pongo en marcha. Maldito reuma o artrosis o lo que sea, apenas me deja andar, con este vaivén parezco una barca a la deriva. Apenas cinco pasos de fachada separan la puerta de su casa de la mía y en medio la ventana de su sala baja, nuestras casas están pegadas pared con pared, así que antes cuando había vida en ellas se escuchaba todo, tabiques de papel que hacen las constructoras por ahorrarse un euro, ¡maldita sea! Encarna enviudó joven, la pobrecita, apenas tendría cuarenta años, y tuvo que hacer frente ella sola a la vida y criar un hijo, Quique, que sin la guía de un padre se torció… Luego a los pocos años me pasó a mí tres 

cuartas de lo mismo y nos quedamos mi niña y yo solas con una hipoteca y los estudios de derecho que Anita ya había comenzado en la facultad. Al pasar delante de la ventana observo que ya está sentada a la mesa. 

—Chon, ¡qué alegría verte por aquí! ¿A qué has venido? 

—Pues he venido a traer unas croquetas para que nos las comamos juntas. 

—¿Ha venido Anita? —maldita vieja, ya estamos, mejor no hacerle caso—. ¿Qué día es hoy? 

—Hoy… viernes. 

—Y Anita, ¿por qué no ha venido? 

—Porque está muerta, Encarna, muerta, ¿lo entiendes? —contesto un poco fuera mis casillas, y es que no puedo evitar tenerle una pizca de ojeriza como tampoco puedo dejar de traerle de comer y hacerle a diario un poco de compañía. 

—Perdona, pobrecita, no lo sabía. Muerta, muerta, muerta… seguramente de una de esas enfermedades tan malas que tanto hay ahora ¡verdad! —mejor no hacerle ni puñetero caso y cortar la hebra porque me voy a disparatar y al final para qué, si es lo de siempre. 

—¿Quién las ha hecho? 

—Yo, Encarna, yo, quién las va a hacer… 

—Y tú, ¿tú quién eres? —ya estamos otra vez. 

—Tu vecina Chon. 

—Chon, Chon, Chon…¿Y yo, quién soy yo? 

—Tú eres Encarna, mi vecina, tienes setenta y tres años y eras muy guapa y elegante de joven. Tu marido se llamaba Amador, regentabais un obrador aquí a la vuelta de la esquina, vendíais un pan y unos dulces riquísimos, tuvisteis un hijo, Quique. Luego murió tu marido de una de esas enfermedades malas, como tú dices, la vida se trocó, has sufrido mucho, te pusiste malita y por último la memoria comenzó a fallarte. 

—Y Quique, por qué no ha venido, ¿también murió?, porque todos mueren… 

—No, no murió, está vivo, Encarna. 

—Yo quiero a Quique, ¿verdad Chon? 

—¡ Claro que lo quieres, Encarna! ¡Qué cosas tienes! —le aclaro, siguiendo con esta charla sin sentido que a buen seguro acabará como siempre, mientras las croquetas, ya frías, siguen casi todas en el plato. 

—Entonces fue Anita la que murió. 

—No, Anita no murió, la mataron, acaso no lo entiendes, la mataron —le suelto bocajarro, aun sabiendo que al recordarle parte del pasado no la ayudo, es más, pienso que ella prefiere seguir viviendo un presente sin pasado, como también sé que a mí no me hace nada bien recordar, necesito empezar a olvidar para poder comenzar a vivir de nuevo, pero no puedo evitarlo y repito historias que dentro de unos instantes ella ya no recordará y yo, en cambio, habré vuelto a martirizarme hurgando en una herida que de sobra sé que jamás cerrará. 

—Pobrecita, Anita… —dice, sin una pizca siquiera de sentimiento, como quien habla del tiempo o comenta el capítulo de la telenovela, mientras con el tenedor voltea una croqueta en el plato como estudiando su anatomía. 

—¡Anda y come! —le digo, mientras un reguero de lágrimas me recorre el rostro. 

—Y Quique, si me quiere, ¿por qué no viene? 

—Porque no puede venir —le digo simplemente, tratando de evitar la conversación. 

—Pobrecito… Y mañana, ¿vendrá mañana? 

—Mañana tampoco, ni pasado ni al otro, no creo que pueda verte mientras vivas. 

—Con lo que me quiere y lo bueno que es mi Quique… 

—Quique no es bueno Encarna, está preso, preso, me entiendes, lleva años preso —le digo con rabia, mientras noto cierto indicio de nerviosismo por su mirada que aletea sin rumbo fijo de aquí para allá, como el vuelo mudo y cambiante de una mariposa, pero dejándome llevar por mis sentimientos le recito por enésima vez lo sucedido—. Fue un sábado por la mañana, Anita estaba de fin semana, había regresado el viernes por la tarde de la capital donde cursaba ya cuarto de derecho, porque mi niña era una niña muy aplicada y comprometida con los problemas sociales, anhelaba que llegase el día en que pudiera aportar su granito de arena en la consecución de esa utopía denominada justicia social, al menos que haya menos injusticia o manifiestamente menos descarada, solía decir, y con tener su propio bufete y defender a todas esas personas que sufren la abominable lacra de la violencia, era escuchar la palabra abuso, vejación, maltrato, ignominia, discriminación, etc., sin atender a razón de origen, sexo, raza, edad o religión, y ya se le ponía la sangre revuelta, se disparataba. Nos disponíamos a desayunar cuando sentimos voces procedentes de tu casa, de esta maldita casa, con estos malditos tabiques de papel. No era la primera vez que ocurría pero aquella vez los alaridos eran estremecedores, acompañados de golpes violentos. Llamamos a la Policía Municipal y acudimos a toda prisa, movidos por el escándalo que presagiaba tragedia, para intentar socorrerte, era Quique, tenía el mono, estaba fuera de sus casillas, dándote voces mientras te arrastraba por los pelos con una mano. Según luego declaraste te habías negado a seguir dándole dinero para sus trapicheos y se había puesto como loco. A Anita, instintivamente, lo primero que se le ocurrió fue acercarse para intentar librarte de sus zarpas, cuando sin ningún preámbulo ni aviso, con la furia de un animal rabioso y la velocidad del relámpago, Quique blandió la otra mano, oculta a nuestra vista en un primer instante, en la que sostenía un cuchillo de cocina, y le asestó una cuchillada mortal a mi niña, que ante lo insospechado no pudo siquiera tratar de esquivar. Intenté socorrerla, pero fue inútil. Me puse de rodillas ante ella para abrazarla, para acariciarle sus manos, su rostro y mancharme con su sangre que era la mía. Apoyé su cabeza en mi regazo y con mi mano intenté taponar la herida que manaba a borbotones, como fértil fontana, pero fue inútil. Anita con un hilo de voz y una suave sonrisa forzada me susurró mientras llegaba la ambulancia: Mamá, qué te ha parecido mi primera defensa, al menos voy a conseguir que lo encierren por un tiempo. Un estruendo de sirenas se hacía cada vez más cercano, pero ya era inútil, Anita ya era cadáver, mi hijita muerta en el suelo como vil alimaña, mi hijita que solo quería ayudar a los más desvalidos, a los desamparados, a los indefensos… Los médicos de urgencia a su llegada solo pudieron certificar su muerte. Luego un estrépito de sirenas que se alejaba y con él, para siempre su vida y la mía, la que ya no pude vivir. Todo se fue. La policía detuvo a Quique, que fue condenado a no sé cuántos años de cárcel. Al principio lo llorabas e ibas a visitarlo cada mes, le llevabas cigarrillos, algún que otro detalle y algo de comida, cuando regresabas, venías deshecha en llanto y así permanecías hasta que se acercaba la próxima visita, con la esperanza de que cambiara, porque tú lo seguías queriendo, pero según me contabas, él te seguía culpando de todo lo sucedido, te insultaba, te humillaba, te despreciaba. Poco a poco fuiste distanciando las visitas hasta que dejaste de ir. 

—Preso, preso, preso, ¡pobrecito, qué mala suerte! 

—Mala suerte, no, le clavó un cuchillo a mi niña, la mató, Encarna, es que no lo entiendes, la mató, a mi niña, y a mí también —le espeto colérica a esta mujer que empeñó su memoria para seguir queriendo a su hijo. 

—Y tú, ¿quién eres? 

—Chon, Chon, Chon… —le digo, sintiéndome estúpida, idiota, necia… pues así, cada día, sin poder evitarlo, retorno a la desolación. 

—Chon, Chon, Chon… —así repetirá incansable hasta la saciedad, como un viejo disco encasquillado o un loro moribundo. 

—¡Hasta mañana! —le digo, con apenas un hilo de voz. Me levanto y me marcho mientras pienso que a veces, muchas veces, me gustaría que como a ella me pudiese el olvido. 

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